BIENVENIDOS


Me he decidido a escribir en este blog lo que me dé la gana, porque me da la gana y para que lo lean a los que les dé la gana. Según una de mis decenas de teorías, la gente que nos escucha (a los que padecemos de verborrea), lo hace, en la mayoría de los casos, por amor o por educación. Los primeros nos quieren y no nos quieren hacer ver que somos unos pedantes aburridos y a los segundos no les parece políticamente correcto mandarnos a la mierda, por lo que se quedan a hacer que escuchan. En ambos casos, ninguno está prestando atención, por lo que la necesidad de comunicación de todos los pensamientos que bullen en mi cabeza no se ve completada. Por este motivo he decidido escribir aquí lo que me dé la gana, entre otras cosas, mis teorías, comentarios sobre el último libro que he leído (o el que leí hace meses) o cualquier otra cosa que me apetezca, para que lo podáis leer aquellos que decidáis hacerlo, es decir, a los que os dé la gana.
Eso sí, que yo siga escribiendo en él, no depende de cuantos lectores tenga... sino de que me dé la gana hacerlo.
¡Un abrazo a todos!

viernes, 10 de mayo de 2013

Cuando abrí los ojos. Capítulo 2.

Me levanté de la cama, no sin dificultad. Con una mano agarré mis magulladas costillas y alargué la otra intentando encontrar los límites de mi encarcelamiento. No sabía dónde estaba ni que dimensiones tenía el lugar, así que me dispuse a palpar las paredes en busca de alguna puerta o ventana, preferiblemente puerta, pues no me veía con ánimos ni fuerzas para saltar por la ventana vete tú a saber de qué piso y a ser posible que estuviera abierta. Mientras en mi cabeza razonaba que eso iba a ser mucho pedir, mi mano tocó por fin la pared. De acuerdo, había contado dos pasos, el lugar no era muy ancho. Continué andando despacio sin dejar de tocar la pared para hacerme una idea de cómo sería la estancia. Después de seis pasos toqué la esquina, giré y continué andando. Otros dos pasos y choqué con algo. Me agaché palpando hasta encontrar la superficie de algo blando: la cama. Estaba claro que la estancia no era muy grande, pero tenía que haber pasado algo por alto. Volví a repetir la operación, andando con la mano pegada a la pared. Esta vez utilicé las dos manos, pendiente de encontrar algún resquicio que delatara una salida. Tenía que haberla, por alguna parte había entrado. Después de dar dos vueltas completas a mi minúscula cárcel, me convencí por fin de que no encontraría ninguna puerta, al menos en el sitio donde debería estar. Reuní todas las fuerzas que pude y con un gruñido provocado por el dolor de mis maltrechas costillas, me agaché y comencé a andar a cuatro patas, palpando el suelo en busca de alguna trampilla. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas a gatas. La desesperación más absoluta iba inundando mi cuerpo a medida que giraba sobre mis rodillas y comprobaba que no había ninguna grieta en el suelo que delatara la presencia de una trampilla. Me puse de pie con dificultad, intentando mantener la calma, respirar pausadamente y me dispuse a explorar mi última y única opción: el techo. La salida tenía que estar ahí. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario